La desigualdad es un lugar extraño. Vivir realidades distintas nos
ensimisma y nos aleja los unos de los otros. No nos reconocemos en los rostros de
nuestros vecinos porque las diferencias -que luego repercuten en nuestra
educación, nuestras oportunidades laborales, la vida social y cultural que
disfrutamos, o en nuestra mala o buena salud- nos alejan, desatando los lazos
que nos deberían unir en tanto que individuos que compartimos un espacio común: libertad, igualdad y
fraternidad.
Con la crisis -que fue, y es, mucho más que económica- apareció una abundante
literatura ensayística cuya preocupación era explicarnos cómo habíamos llegado
hasta el abismo, afanándose al mismo tiempo por facilitarnos recetas para
escapar de aquel callejón sin, aparente, salida. Esa oleada de páginas y
pensamiento crítico, sin embargo, se ha ido hundiendo en las profundidades del
tempestuoso océano de la actualidad, del que sólo ha salido a flote la opinión
ligera, la tertulia fútil o el tuit frívolo.
Pero ya se sabe que hay cosas que el tiempo no cura y el paso de los días sólo
sirve para tratar de ocultarlas entre las infinitas trivialidades con que nos
enredamos en las redes sociales o con que nos bombardean desde una cada vez más
gritona televisión. Sin embargo, como canta Rozalén, sucede que todo lo
que no se atiende tarde o temprano reaparece, y los miles de pensionistas
(actuales y potenciales) que salen a la calle estos días es un buen ejemplo.
Como dejaba escrito Tony Judt poco
antes de morir en 2010 en su célebre “Algo va mal”, mucho de lo que damos por supuesto
no siempre fue así. Hasta finales de los años setenta del pasado siglo y desde
el fin de la II Guerra Mundial, lo que conocemos como nuestro mundo occidental abrazó
un sistema político que, desconfiando de la fiereza del mercado desregulado,
apostaba por las ideas económicas de John
Maynard Keynes que servían de base para levantar políticas socialdemócratas
que pasaban por la redistribución de la renta, la tributación progresiva, la
lucha contra la desigualdad, la provisión universal -o al menos generalizada- y
la garantía de determinados derechos sociales. Se construía así un proyecto común,
organizado en torno a personas que confiaban las unas en las otras,
compartiendo aspiraciones, inquietudes, dependencias o preocupaciones. Cosas de
la igualdad.
Lo que vino después, de la mano de las políticas neoliberales, es de sobra
conocido. Sabemos muy bien -porque también lo hemos sufrido, de una u otra
manera- que entregar nuestras aspiraciones a la ruleta rusa del mercado termina
trayendo trágicas consecuencias. Sin embargo, hemos perdido la capacidad
argumentativa para imaginar alternativas. El
fin de la historia. Y es en este punto en el que nuestra derrota se hace aún más
amarga.
Hemos ido aceptando tantos mitos y dogmas que nos han vendido como incuestionables -el hombre hecho a sí mismo; el individualismo; el dinero como medida
del éxito; la maximización del propio interés; la política como cálculo de
coste y beneficio; la estabilidad presupuestaria; el consumo como redención- que
ahora nos encontramos encerrados en categorías que nos impiden ver más allá.
El éxito de la retórica capitalista pasa por haberse convertido en un
cautiverio para el pensamiento disidente. Las palabras que podrían servir como
arma para construir otro futuro (decencia, equidad, solidaridad, dependencia, dignidad,
igualdad) han sido desactivadas, a la vez que nos han convencido de que no son útiles para el lenguaje político, quedando relegadas al uso, de salón, de los
utópicos, los ingenuos o los desesperados.
Por eso mismo, que la Constitución Española diga en su artículo 50 que los “poderes
públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente
actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”
no significa nada. No hay que tomárselo
en serio pues desborda los estrechos márgenes de las hojas de cálculo.
La crisis ha servido como excusa para generar una legislación
y una jurisprudencia que, armada sólo con razones económicas, ha devaluado
nuestra Norma Suprema -que, entre otros populismos,
llega a decir que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores
superiores de su ordenamiento jurídico la libertad,
la justicia, la igualdad y el pluralismo político-, con lo que reivindicar
el blindaje del Estado social se hace
más urgente y necesario que nunca.
Nos va la vida en ello.
[Fotografía: concentración "Los mayores en pie de guerra". Plaza de España de Cabra (Córdoba), 17/3/18]
Impecablemente expresado.
ResponderEliminarNo sé dónde he oído o leído estos días que a cualquier disidencia se le replica con Venezuela: no hay alternativa, o hipercapitalista sin fisuras o bolivariano. En un artículo sobre la sentencia desfavorable a Deliveroo, el autor protestaba con otro de los mantras neoliberales: pues si se lo ponemos difícil a estas empresas, a lo mejor deciden irse de nuestro país y, con ellas, la riqueza que crean.
En cuanto al asunto concreto del que hablas: ¿hay mayor populismo que decir un día que las pensiones no se pueden pagar y, al día siguiente, subirlas un 2% porque la calle es un clamor? Se aconseja una mañana que vayas ahorrando ahora que la cosa va bien (o que ahorres dos euritos al día) y por la tarde ya se habla de volver a subir con el IPC, como si nada hubiera pasado. Lo que era un problema estructural del sistema de pensiones, complejo e ineluctable, se ha desvanecido o solucionado como por ensalmo: balonazo hacia delante, a salvar la legislatura y el que venga detrás que arree.
Un abrazo.