Hay palabras que por su grandilocuencia o por su uso en
apariencia sólo reducido a la retórica política, pareciera que no guardan
relación con el ciudadano o la ciudadana de a pie. Se trata, en su mayoría, de
términos que aluden a grandes sistemas de pensamiento, teorías económicas o
ideologías políticas que se alejan del mucho más prosaico día a día. Una de
estas palabras –un tanto desgastada por su reiterado y, en ocasiones,
inadecuado uso- es “neoliberalimo”.
Intuitivamente, al escuchar esta palabra no podemos evitar
pensar en grandes decisiones macro relativas
a disciplina fiscal, a la reducción del gasto público, a la desregularización
de la economía o a los gobiernos replegados orientados a las soluciones de
mercado. Y claro, todo esto, en principio, nos coge muy lejos y no acertamos a
ver sus efectos directos en nuestras vidas. Al menos eso parece.
Sin embargo, el neoliberalismo (una ideología, una forma de
gobernar y un paquete de medidas económicas) extiende sus alas y va calando
incansable e impenitentemente en el normal desenvolvimiento de nuestras vidas,
de tal modo que, como en aquel personaje de Molière, un buen día descubrimos
que llevamos años hablando en prosa sin saberlo.
Uno de los pilares de esta corriente ideológica es, ya se ha
adelantado, la desregularización, lo que se justifica gracias a la ficción de
la libertad y la igualdad (formal) de los individuos (seres racionales que
actúan en su propio interés) para, de acuerdo con criterios de eficiencia
económica, tomar las mejores decisiones para sí y, por extensión, para la
comunidad (aquello de la mano invisible)
Sin embargo, este mito de la igualdad tiene difícil encaje
–entre otras muchas esferas de la vida cotidiana- en las relaciones que se dan
entre personas consumidoras y profesionales. Así las cosas, la obviedad de que
un particular no tiene la misma posición de igualdad ni el poder negociador
equivalente al de una gran corporación (que cuenta con mayores recursos, más
fuerza en el mercado, más información o mejor y más actualizado asesoramiento)
fue la que motivó el nacimiento de la tuitiva legislación protectora de los
derechos de consumidores.
Pues bien, es teóricamente en este contexto en el que el
pasado 21 de enero se publicó en el BOE el Real Decreto-ley 1/2017, de 20 de
enero, de medidas urgentes de protección de consumidores en materia de
cláusulas suelo, norma que tiene como teórico objetivo el establecimiento de
medidas –en concreto un candoroso trámite extrajudicial de reclamación entre
consumidor y banco- que faciliten la devolución de las cantidades indebidamente
satisfechas por el consumidor a las entidades de crédito en aplicación de
determinadas cláusulas suelo contenidas en contratos de préstamo o crédito
garantizados con hipoteca inmobiliaria.
Según el preámbulo del citado Real Decreto-Ley la razón de
ser de esta norma –supuestamente dictada en el marco de la protección del
consumidor- se justificaría en que “la regulación de la Unión Europea de
protección de los consumidores y los pronunciamientos de los tribunales
nacionales y del Tribunal de Justicia de la Unión Europea han servido también
para que la normativa española haya realizado avances significativos en esta
materia”, de tal modo que el citado real decreto-ley pretende “avanzar en las
medidas dirigidas a la protección a los consumidores estableciendo un cauce que
les facilite la posibilidad de llegar a acuerdos con las entidades de crédito
con las que tienen suscrito un contrato de préstamo o crédito con garantía
hipotecaria que solucionen las controversias que se pudieran suscitar como
consecuencia de los últimos pronunciamientos judiciales en materia de cláusulas
suelo y, en particular, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión
Europea de 21 de diciembre de 2016, en los asuntos acumulados C-154/15,
C-307/15 y C-308/15”.
De la mera lectura de este intencionalmente neutral texto
pareciera que la legislación nacional tuitiva del consumidor hubiera sido un
camino de rosas, habiendo avanzado fruto de una sincera conciencia social de
los poderes públicos. Sin embargo, la bien conocida verdad es que cada paso
dado por nuestro legislador ha sido la respuesta –sonrojante- a una previa
resolución judicial del TJUE que ha puesto en evidencia nuestra legislación nacional,
obstinadamente irrespetuosa con la normativa europea. Es decir, el BOE actuando
como una suerte de Ministerio de la Verdad de la distópica “1984” de Orwell.
Sin embargo, de un detenido análisis del real decreto-ley que
aquí nos preocupa se desprende, sin embargo, que la norma, en realidad, no
regula nada, no aporta nada, no sirve de nada. Se trata de un mero espejismo,
una simple ilusión normativa.
Así las cosas, conviene recordar que la regulación tuitiva de
los derechos de consumidores y usuarios parte de la premisa de que la
capacidad, información y fuerza negociadora del profesional (aquí, el banco) es
muy superior a la del consumidor, dándose por tanto una situación fáctica de
asimetría que el Derecho debe evitar. Se trata pues de un conjunto de reglas
que requiere la intervención de los poderes públicos, en evitación de los
abusos que se someten al aplicarse la ley del más fuerte en una relación entre
partes desiguales.
No obstante lo evidente de lo anterior, nuestro Gobierno ha
tomado una inaudita y paradójica decisión: tratar de proteger a los consumidores dejándolos a su suerte en una
negociación con los mismos bancos que les colocaron
las cláusulas abusivas. De este modo, se pretende potenciar una huida de los
tribunales (y sus garantías) en beneficio de la autocomposición alcanzada entre
banco y consumidor (con sus deficiencias).
Es decir, el ejecutivo ha optado por legislar sobre
cuestiones sociales con criterios propios del neoliberalismo. Y eso nos afecta
directamente.
En conclusión, bajo la apariencia del dictado de una norma
protectora de las personas consumidoras, en verdad, únicamente se protege a la
banca. Sólo existen consideraciones jurídicas en beneficio de las entidades
financieras (como la beneficiosa y difícilmente sostenible regulación acerca de
las costas procesales) a quienes no se les castiga si continúan comportándose
como hasta ahora. Eso sí, todo con una retórica orwelliana que parece buscar, de manera paternalista, lo mejor para
el consumidor y que, sin embargo, lo aleja de los tribunales, invitándolo y
acercándolo, indefenso, a volver y no salir del mismo libre mercado que ya lo
apresó en las redes de las cláusulas suelo.
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